El miedo es una parte más de nuestra naturaleza. En las cantidades justas nos ayuda a sobrevivir en un mundo hostil incluso cuando gozamos de amplios recursos; fustiga el instinto, agudiza la percepción y el juicio rápido. Pero es como un vaso: si acumulamos demasiado y el vaso se llena, termina por desbordar. Entonces dejamos de ser racionales para convertirnos en muñecos de trapo dominados por ese miedo, perdemos el control sobre nosotros mismos, y si hay personas queridas vinculadas se multiplica aún más. El ser humano deja de comportarse de forma equilibrada, sensata, justa o inteligente; toda construcción ética y valor moral desaparecen para dejar al aire lo que siempre hemos sido en cuanto rascamos un poco: lobos solitarios. Sálvese quien pueda. Basta que desborde un poco ese vaso para que la civilización se desmorone. El coronavirus es un ejemplo perfecto de lo endebles que son los valores humanos, pero también de lo conscientes que somos de esa debilidad.
Funciona a todos los temas que pensemos: en política, en economía, en la estructura social, en la salud, en la familia, en las relaciones sentimentales, en el trabajo… Es mucho más que una herencia biológica de etapas anteriores; es una fuerza capaz de convertir una sociedad relativamente estable y vitalista, incluso positiva, en un manojo de nervios. Sólo necesitas un ser microscópico asombrosamente sencillo como un virus, el último escalafón de lo que podríamos denominar vida, aunque en realidad un virus no está vivo como lo entenderíamos de una bacteria, una hormiga, un perro o un árbol. Pero ésa es otra historia. Basta ese “bichito”, como lo denominan los idiotas, para que nuestra brillante y egocéntrica civilización humana se tambalee. Y si no caemos del todo es porque después de 10.000 años de Historia los contrapesos punitivos y la concentración de poder evitan males mayores. El Estado, siempre sospechoso, odiado y despreciado en la bonanza, es el salvavidas al que todos exigen y rezan en la penuria. Ante todo somos una especie coherente, ¿eh?
El miedo nos nubla y nos excita al mismo tiempo; es capaz de hacernos salir de una situación dramática con buen pie, pero también de meternos de cabeza en esa misma situación o en otra peor aún. La literatura y la Historia nos cuentan que es en los momentos de crisis y miedo profundo cuando un individuo da la verdadera talla de su valía como persona, entendiendo que un ser humano capaz de controlarse, de pensar con sangre fría, de no caer en la histeria, el pesimismo exacerbado y la paranoia es objetivamente más útil que los que sí lo hacen. Útil para sí mismo pero también para el resto del grupo, ya que mientras las ovejas corren en todas direcciones desnortadas esas personas toman decisiones. Basta mantener la calma y ayudan a los demás a salvarse. En el abismo algunos brillan, otros simplemente se dejan llevar o se caen de cabeza al abismo. Y lo más cruel es que nunca sabemos quién es quién. En un nivel muy controlado como este, donde en el fondo sabemos que esta crisis pasará y seguiremos con nuestras vidas después de enterrar a los que caigan (la mayoría gente mayor o enferma previamente, lo que eleva el grado de crueldad del coronavirus), te puedes llevar desagradables sorpresas humanas.
El Covid-19 no es una plaga bíblica, ni la Peste Negra, ni una conspiración china o norteamericana (las dos teorías conspirativas más extendidas ahora mismo), es un virus haciendo lo que debe hacer un virus, marcado a fuego en su programación genética básica: infectar y expandirse una y otra vez hasta el infinito. Y sólo hay un método para combatirlo: contenerlo primero (por eso se hacen las cuarentenas, para que el virus no se expanda alegremente sino controladamente) y luego erradicarlo con las vacunas y antídotos que la ciencia encontrará. La pandemia del coronavirus es una de las peores pruebas a las que nos han sometido en décadas. No estamos en el abismo, sólo lo hemos visto en el horizonte, pero incluso en este grado controlable de temor han aparecido grietas. Es un ejemplo perfecto de cómo el miedo nos destroza. Aunque siempre queda sitio para la esperanza, la solidaridad y la reacción. El ser humano es poliédrico, y también tiene recursos positivos.
Esta nueva enfermedad tiene entre sus virtudes víricas una altísima capacidad de contagio, se expande a toda velocidad y no respeta a nadie por patrimonio, edad y condición social. Caen los ricos y caen los pobres, los de en medio, se ceba con los más débiles (pero eso lo hacen casi todas las enfermedades) y no tiene una cura real, al menos por ahora y en unos cuantos meses. Todo eso combinado deriva en una situación de miedo planetario a la que no escapa nadie. Porque es una combinación casi perfecta para estimular la imaginación del miedo humano: pandemia, altamente contagiosa, sin cura. En el recuerdo repiquetea el fantasma de la Peste Negra que eliminó a casi un tercio de la población de Europa, o la más cercana gripe española que mató treces veces más que la Primera Guerra Mundial. El pasado siempre está ahí para espolear aún más el terror.
Cualquiera puede comprobar cómo personas juiciosas y sensatas, de gran inteligencia, mutan en gelatina incapaz de controlarse, expandiendo todo tipo de bulos, críticas furibundas sin base argumental y pasar de la confianza al miedo en el breve tiempo de ver el enésimo enlace que la masa comparte por Whatsapp, Twitter, Facebook o cualquiera de las múltiples redes sociales. También los que se arman de valor y combaten civilizadamente contra injusticias como mantener abierta una empresa de cientos de trabajadores cuando es obvio que deben cerrar. O los voluntarios que ayudan al resto. La falta de información se combina aquí con el temor al peor enemigo: es invisible, desconocido e incontrolable… No luchamos contra un ejército que podemos ver, sino contra una sombra que no comprendemos. Y el ser humano tiene auténtico terror a lo desconocido porque no puede controlarlo. A ese miedo hay que sumarle también los insolidarios que hacen de su vida un continuo desprecio al bien común y a unas normas que, de acatarse en bloque, reducirían muchísimo el impacto de la enfermedad y la crisis asociada. Pero con esa gente ya no podemos contar, son un lastre.
El miedo mueve montañas. Yo también estoy confinado y llevado al grado de agobio suficiente estoy convencido de que yo también caeré. No soy mejor que el resto, si acaso más desconfiado. Para todo. También para el miedo: me niego a dejarme llevar, porque no me fío de que tener miedo sea la respuesta. Sospecho que me quieren aterrado, así que prefiero respirar hondo y pensar las cosas un par de veces en lugar de soltar amarras. Un ser humano con miedo exige responsables a su situación, clama contra el cielo, el gobierno, sus vecinos, el Estado, la ciencia… da igual si tiene razón o no, si tiene argumentos o no, la cuestión es que reclama una justicia que en realidad no es tal. El individuo con miedo cuestiona al Gobierno, cree que le mienten por sistema, ve manos negras que quieren su mal, despotrica contra el Estado. Y si es español suele ir aparejado de un desprecio autocompasivo para con su propios conciudadanos: “Este país es de pandereta”, “En España siempre mal y tarde”, “Aquí con lo inútiles que somos moriremos más…”. No atienden a razones. Sólo quieren barruntar y gritar sus temores. Y nada mejor para eso que internet, la gran caja de resonancia de casi todo lo malo de nuestras sociedades, un mar abierto ácrata y mezquino donde no hay barreras de sensatez o racionalidad.
Pero la pandemia también ha dado un ejemplo de lo positivo: la solidaridad, que es el contrapunto a todo acto de aterrada desesperación. Como dije antes, en el abismo aparecen los que valen mucho más que su simple individualidad. Un detalle que no quiero que nadie olvide: algunos de los que más están haciendo por el resto en estos días son los “curritos”, un grupo que va desde los empleados de supermercados a barrenderos, personal médico de hospitales y residencias para ancianos, guardias de seguridad, policías… y así un largo etcétera de personas invisibles para casi todo el mundo, muchas veces incluso denostados por lo que se considera trabajo de baja calidad, mal pagados y depauperados, que ahora resultan ser vitales para que nuestro frágil mundo civilizado no se venga abajo. Ojalá que la memoria no traicione a la sociedad española y se acuerde de todos ellos. Y sería aún mejor que también grabaran a fuego en su recuerdo que cuando se desinvierte en sanidad e investigación los pagamos todos (en especial los más débiles). Que a todo el mundo le quede claro quiénes van a salvarnos del coronavirus: médicos, enfermeros/as, investigadores. La Ciencia. Con C mayúscula. Recuérdenlo: los ciudadanos lo contenemos con nuestra responsabilidad social, y ellos lo curan. No os dejéis arrinconar por el miedo.