En tiempos de crisis, cuando las sociedades y todos sus elementos caminan sobre el filo, es cuando se detecta mejor a los compañeros de viaje y a los que no nos quieren ni un ápice, los que ponen el bien común por delante porque saben que forman parte de él y bregan sin cesar contra las crisis, y los que siempre piensan primero en ellos y luego, si entra en el cálculo interesado, en los demás. Y esto último no sólo lo están haciendo los insolidarios e ignorantes, sino también políticos, que es mucho más grave.
La insolidaridad es el reverso del impulso humano, nacido de la empatía emocional y de la comprensión racional del dolor ajeno, de ayudar al resto y de unirse a un esfuerzo común que beneficie a todos. La solidaridad puede ser activa o pasiva. La primera es muy característica de la figura del héroe anónimo que salva a alguien desconocido; pero también puede ser más serena, como aquellos que simplemente realizan su trabajo con profesionalidad conscientes de que ése deber cumplido es fundamental para el interés general. La solidaridad es clave para que el grupo sobreviva en tiempos de crisis. Sin ella el tejido común para la cooperación entre individuos se deshace y derivamos en un sálvese quien pueda en el que siempre caen los débiles o los que tienen menos recursos.
La pandemia del coronavirus Covid-19 es una de esas pruebas a las que nos somete el tiempo: parece diseñada ex profeso, porque no perdona ni a ricos ni pobres, le importan muy poco las razas, grupos religiosos, las creencias, idiomas o peculiaridades. Es un “rodillo fáctico”, es decir, la realidad en su versión más cruda y que pasa por encima de cualquier valor o consideración del ser humano. En esas situaciones sólo existen dos posibles salidas: el fracaso y que se acumulen las bajas, o el esfuerzo común por encima de ideas, valores o situaciones. Ahora mismo la sociedad española está justo entre ambas salidas, con momentos de lo primero y también de lo segundo. Porque frente a las muestras anónimas de solidaridad también han brotado los impulsos insolidarios que van desde montar una fiesta en una azotea a poner todas las zancadillas posibles a la autoridad central encargada de velar por el bien público.
En los tiempos de bonanza ser solidario es una opción ética, no una obligación. Pero cuando la crisis es global y sacude los cimientos mismos de la comunidad es una obligación ética. Quien no reme en la misma dirección se retrata moral, política y sociológicamente: deja de ser parte del grupo para convertirse en un problema para el grupo. Los lobos esteparios son lícitos si abandonan y se marchan lejos. Una persona que no quiera saber nada de nadie y se encierre en una casa durante la cuarentena y no se relacione con nadie, de espaldas al mundo, no es necesariamente un insolidario: de hecho lleva al límite la norma de la cuarentena. Pero el que se queda dentro del grupo pero rompe el esfuerzo común con su comportamiento individual y social sí que pasa a ser una grieta, y por ese espacio se puede colar el fracaso de todos. En esta pandemia hay tres tipos de insolidarios.
Primero están los que no cumplen las normas sanitarias y con ello ponen en peligro la salud pública; son fácilmente identificables, porque ponen su bienestar personal y su propia vida por delante de las de los demás. Son egoístas conscientes o inconscientes. Los más peligrosos son los segundos, porque provocan problemas para el grupo sin ser realmente conscientes del mal que hacen: un abuelo que sale a pasear porque es lo que siempre ha hecho y no concibe otro comportamiento, el que necesita hacer ejercicio y no puede comprender que salir a correr pone en peligro indirecto a todos aquellos con los que se cruce y a su propia familia al regresar a casa infectado, los que aprovechan sus mascotas como excusa para “que les dé el aire”, los que no se lavan las manos o no usan desinfectantes, los que no guardan las distancias para evitar contagios, los que permiten el hacinamiento de gente… pequeños gestos insolidarios que provocan múltiples problemas. No son graves, pero si se extienden se convierten en un serio riesgo para todos. En una crisis sanitaria el control de riesgos masivos es fundamental para que funcionen las medidas de contención; basta que uno desobedezca para que todo esfuerzo pueda ser baldío. Las cadenas son tan fuertes como sus eslabones más débiles, y hay demasiados eslabones inconscientes.
Otro tipo de insolidario es el que acapara recursos y por lo tanto dejan a todos los demás sin opciones. El ansia, el instinto de supervivencia mal calculado, la irracionalidad espoleada por el miedo, que impulsa a comprar productos básicos en masa para acumularlos como si estuviera a punto de empezar una guerra mundial o el Apocalipsis. Si el primer tipo de insolidario era social, éste es material y social a la vez, porque obliga a aumentar la productividad sin necesidad. En los estados de alarma y de crisis los poderes públicos siempre toman las mismas dos primeras decisiones: asegurar el abastecimiento básico y expandir las medidas de seguridad civil. Si sabemos que no se van a romper las cadenas de distribución, ¿por qué entonces esa reacción primitiva para agotar el papel higiénico, el gel desinfectante, la carne, el pescado, las conservas, el agua, la leche…? No tiene ningún sentido, perjudica a los demás y provoca un efecto de desperdicio, porque muchos de esos alimentos son perecederos y terminan inservibles en el fondo de las despensas y congeladores. Además de egoísta es estúpido.
Y por último los insolidarios menos evidentes, como los que utilizan las legítimas críticas para sentar las bases de sus propias agendas futuras. En este caso suelen ser elementos políticos. Los hay que utilizan las crisis como escenario político para reivindicarse y sutilmente llevar la crítica más allá y sentar las bases para futuras carreras políticas. En plena crisis no hay nada más peligroso que un político con ganas de medrar, porque utilizan el esfuerzo colectivo en su beneficio. Son más dañinos si no están al mando que cuando sí lo están, porque se multiplica la saña y difunden la duda y restan espíritu de unión, fundamental para salir de la crisis. También son los que, obsesionados con asignar culpas, se centran en los errores cometidos en el pasado y por lo tanto anulan todo esfuerzo posterior; para ellos el presente no importa, sólo que quede fijado un relato muy concreto, y el futuro sólo es el tiempo que consideran que les dará la razón necesaria para reivindicarse.
Como dicen los castizos, “a toro pasado todos son maestros”. Su actitud no sólo boicotea el esfuerzo del poder público, también el esfuerzo social de los millones de ciudadanos anónimos. Lo bueno de las crisis es que, cuando pasan, son retrospectivas: hay todo un largo futuro esperando para pasar las facturas. Si un gobierno comete errores siempre se le podrá echar en cara cuando ya no estemos en el filo de la navaja, pero hacerlo cuando todo está en el aire es como escupir al cielo y esperar que le caiga al otro encima cuando no te has movido del sitio. Es una insolidaridad estratégica que sólo reporta beneficios no colectivos, tan nefasto como dejar un supermercado sin papel higiénico o toserle a la gente encima. Puede incluso que peor, porque rompen la unidad del grupo para salvarse. Es un comportamiento tan habitual que es casi un cliché psicológico y forma parte incluso del entrenamiento de dinámica de grupos.
Todos estos lugares comunes de la insolidaridad han pasado, existen y sucederán. Son parte del comportamiento humano. Por tanto, como son constantes en todo tiempo y época, es importante que cuando se dan situaciones de estrés social como los actuales el grupo actúe coordinadamente, que los individuos cooperen y encuentren el punto de tensión colectiva necesaria para salir adelante. Actos tan aparentemente ingenuos como salir a aplaudir a una hora concreta son en realidad refuerzos positivos colectivos y recordatorios de la situación sobre las que se construye ese movimiento armónico que permite capear las crisis con decisión. La solidaridad favorece la unión, y ésta conlleva la fuerza necesaria para afrontar los problemas. Eso no exime de la crítica. La clave está en saber si el conjunto de acciones dieron resultado. Eso lo veremos al final de esto, no antes. Y entonces cada uno deberá asumir el juicio que la sociedad y el tiempo dicten. Los que lo hagan antes sólo son un estorbo.