Pocas veces hemos tenido que enfrentarnos con tanta fuerza a la necesidad de apuntalar la responsabilidad individual como durante la pandemia. Y muy pocas veces también ha surgido la duda de si la población está dispuesta a asumir el otro lado de la libertad individual, los deberes imprescindibles para que una sociedad funcione. Mañana empieza la fase 1 en muchas provincias, y veremos hasta qué punto respondemos como sociedad civilizada. Porque una minoría ya ha demostrado, desde que se pudo salir con niños, que no todos entienden que no hay libertad sin responsabilidad. Aviso: a nadie le gusta que le recuerden sus errores, son libres de parar de leer y mandarnos a… donde les apetezca, este es un país libre. Relativamente y temporalmente confinado, pero libre.

Si basamos la sociedad en individuos libres sujetos al imperio de la ley (cualquier democracia o sistema liberal estructurado por derechos civiles), entonces esos mismos sujetos deben asumir toda la responsabilidad sobre sus actos. La pandemia, sin embargo, ha mostrado una nueva clase de habitantes en España, a los que podríamos llamar “olvidadizos”, como un eufemismo de “dejación de responsabilidad”. Es la parte menos atractiva de la fórmula de convivencia democrática, la otra parte del contrato social que firmamos todos y que no todos cumplen. Es sencillo: la sociedad no funciona si cada ciudadano no asume su parte de responsabilidad en sus actos y decisiones públicas. Y aquí viene lo malo con la pandemia: salir a la calle fuera del horario, en el formato contrario a la recomendación, sin protección, es un acto de deslealtad contra el resto de la sociedad. No ayuda tampoco que el gobierno parezca incapaz de asegurar el abastecimiento de mascarillas y test, en gran medida porque la producción está deslocalizada y ha habido una falta grave de inversión en logística sanitaria.

Pero ésa es otra historia y no debe servir para justificar que muchos ciudadanos salten por encima de la responsabilidad como si fuera un charco sin importancia. Por supuesto no todos lo hacen: los que sí asumen su responsabilidad, en España, deberían recibir una medalla al mérito, porque lo hacen en una sociedad dominada por una flexibilidad moral similar a un chicle masticado. La leyenda negra española se alimentó de mentira, pero también de muchas certezas, como el gusto ácrata de los españoles: hago lo que quiero y como quiero, nadie puede decirme cómo y cuándo. Siempre he pensado lo extraño que es, lo contradictorio, que un país con ese amor por la libertad individual haya sacrificado su libertad tantas veces en manos de reyes, purpurados y tiranos varios. Pero esa misma ansia de libertad, de ser rey de uno mismo, tiene contrapartidas que deben cumplirse para que haya equilibrio. Recuerden, su libertad empieza en su voluntad y termina justo donde están el resto de libertades de los demás individuos. Pero también de los deberes sociales: para que una democracia funcione es indispensable que el contrato social sea respetado. Recuerden la Regla de Oro, tan antigua como la propia civilización (apareció por primera vez en el Egipto antiguo), tan moderna como hoy: “trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti”. Aplicándolo a nuestra situación: si cuidas de los demás como te gustaría que te cuidaran a ti, esto saldrá bien. Y eso implica asumir nuestra responsabilidad con las normas sanitarias.

En una pandemia las circunstancias de la realidad se imponen: es una enfermedad muy contagiosa sin cura, por lo que la contención es la única arma que tenemos. No es aleatorio o caprichoso: si no cumplimos unas normas mínimas podemos contagiar a las personas que más queremos, a los que cimentan nuestra vida personal. Detrás de cada orden y decisión hay ciencia aplicada que lucha contra algo que comprenden sólo a medias; las quejas por los palos de ciego son obvias, porque la ciencia tiene sus tiempos. Y tardarán en hacerlo, por lo que la contención será más importante que nunca. Los rebrotes del coronavirus aparecerán allí donde la contención no haya funcionado, donde las normas no hayan hecho efecto. La culpa no será sólo de una enfermedad sin control, sino de aquellos que ignorando el sentido común y la responsabilidad alimentan a esa misma enfermedad. Si no quieren hacerlo por el bien común porque son anarquistas, misántropos maniáticos o simplemente malas personas, si no quieren comprometerse tampoco por su propia salud, por lo menos cumplan por aquellos a los que quieren, porque quien no respeta las normas contagiará a otros, y en ese grupo van padres, madres, hermanos, amigos, hijos…

A los niños se les suele tutelar porque no tienen voluntad, conciencia o perseverancia en sus actos, se distraen o simplemente siguen otros estímulos que en muchos casos no son racionales. Afortunadamente eso es pasajero. A los adultos se les exige un grado de responsabilidad en sus actuaciones que no puede delegarse, ni suspenderse, ni postergarse. Porque de lo contrario la sociedad no funciona. Una cuarentena obligatoria es una ruptura de las libertades personales muy grave, pero con un sentido concreto: evitar una debacle sanitaria. No se trata de elegir entre ser liberal o no serlo. Los que patalean porque el Estado les ha confinado y braman contra el gobierno o cualquiera que se mueva deberían recordar que sin la asunción de responsabilidades personales tampoco podríamos ser libres. Tildar a un Estado de tiránico porque te exigen estar metido en casa 40 días para evitar los contagios y ahorrarnos cientos de miles de muertos no es correcto y una falta de respeto a todo aquel que sí vivió bajo una tiranía. Para los que tengan memoria, piensen en cómo habría sido el confinamiento en 1969, por ejemplo. Échenle imaginación los que tuvieron la suerte de no vivir entonces. Y luego juzguen. No sólo es desproporcionado, sino que revela una falta de resiliencia que marcará muchas otras decisiones. Un Estado tiránico no pide, ataca: llenaría las cárceles y tapiaría las puertas y ventanas de cada casa.

La falta de mesura es un rasgo muy ibérico. La templanza nunca fue una virtud nacional (recuerden, lean a los estoicos). Es muy propio de los (falsos) arquetipos españoles el tipo que no aguanta que le den órdenes y hace de su capa un sayo. Es el mismo cliché que alaba al pícaro que se salta las normas, que se regodea en criticar a los demás por su irresponsabilidad mientras ellos mismos a continuación piensan en cómo aprovecharse también de los agujeros del sistema. El mismo que gasta saliva y energías en despotricar contra la corrupción política y económica mientras le pide a un pariente que le haga un arreglo en la casa y no le haga factura para que “quede entre nosotros”. Todo esto sumado da como consecuencia que parte de la población (no toda, si no estaríamos muertos socialmente) es incapaz de comportarse como adultos y ponen en riesgo a todos los demás. Su comportamiento individual dinamita el contrato social que nos permite ser libres. Las leyes sin compromiso individual de cumplimiento sólo son tinta y papel, no lo olviden. Con las normas sanitarias pasa lo mismo.

Durante el confinamiento un amigo me mandó un mensaje muy claro: “El virus no es diferente a los impuestos, las leyes o el resto de deberes que se pasan por el forro”. Es un resumen crudo de lo que ha ocurrido con el inicio de la desescalada: les recuerdan que hay que mantener unas normas de higiene y comportamiento para evitar rebrotes y muchos de ellos las ignoran. Si a eso añadimos los evidentes errores del gobierno en cuanto a logística sanitaria, la mala comunicación en un momento donde los globos sonda están mejor deshinchados, la falta de finezza política con las comunidades autónomas o incluso los patinazos personalistas de ministros y diputados, entonces tenemos el combinado perfecto para que no funcione. No sé si los españoles son niños grandes, estoy seguro de que no, pero a veces es difícil no pensar mal de personas que se enervan contra el sistema por “tratarles como niños” y que a la primera oportunidad repiten todos los errores posibles que degenerarán en un rebrote. Me pregunto exactamente qué juicio social hará la opinión pública si hay un rebrote dentro de un mes o mes y medio, cuál será el malo de la película esta vez.

Igual que el inicio de la crisis nos obligó a apretar los dientes y aguantar por el bien común y de nuestros seres queridos, el final de la misma exigirá aún más perseverancia. Suena mal, pero la parte fácil de todo esto fue quedarse en casa. Ahora empieza lo más duro: intentar volver a vivir como antes sin hacerlo, tener la resiliencia suficiente como para asumir los deberes que equilibran los derechos y nos permiten tener futuro como sociedad. Si no, puede que en agosto estemos otra vez atornillados en casa. Y una segunda vez puede ser muy cruel.