Las crisis sanitarias tienen la virtud de desnudar al Emperador y dejarlo ante sus propias vergüenzas. Lo que ha dejado esta pandemia que no termina es el efecto de darse de bruces con la realidad. Pocos países hay en el mundo tan adictos políticamente a la gasolina y las cerillas como España. La democracia española es una “partitocracia” donde las redes de poder no respetan ni el sufrimiento de la sociedad ante una enfermedad que parece un francotirador sádico. Al margen del juego de la ruleta rusa del PP, empeñado en reaccionar como lo han hecho todos los partidos conservadores históricamente (sólo puedo gobernar yo, todo lo demás es caos), y de la tendencia al personalismo excluyente del PSOE (ya lo decía mi padre, ése partido es su líder y lo demás son circunstancias), la decepción del pueblo respecto a sus próceres es inmensa, generalizada y no augura nada bueno.

Hace muy poco Ramón de España recordaba el refrán “estos son los bueyes y con estos aramos” al referirse a los dos principales partidos políticos, PSOE y PP, y su actitud en esta pandemia. Viven, contaba el columnista, por y para el conflicto, “para hacerse la puñeta” de forma eterna. Una guerra política sin fin entre dos redes de intereses que en demasiadas ocasiones viven al margen de las necesidades de aquellos a los que gobiernan. Son ellos dos, como agentes de más peso en el sistema, los que podrían iniciar un cambio del modelo económico (lo más necesario y vital para el futuro), pero no lo hacen. Son ellos los que podrían terminar la transición hacia un modelo federal estable y bien organizado, pero no lo hacen. Son ellos los que podrían blindar un sistema educativo fijo abierto a correcciones puntuales y no dar bandazos cada cuatro años. Pero no lo hacen. Esa frase se repite una y otra vez, “pero no lo hacen”. Tampoco ayuda que la buena formación técnica y cultural brille por su ausencia en muchos de ellos. Por supuesto que hay excepciones, pero los partidos premian más al que hace brillar las botas de los líderes que al siempre incómodo inteligente que te dice dónde te equivocas. Quien premia más la lealtad personal e ideológica que otras virtudes termina en un bunker bajo el bombardeo.

Hay un mantra entre los liberales y los ilustrados (la eterna minoría) que en días como estos bien vale para casi todo: menos mal que está Bruselas. Mientras los ciudadanos ven irse junto con los fallecidos por la pandemia todas sus esperanzas, mientras su futuro se emborrona, mientras más necesidad había de consenso y verdadero sentido de Estado (que consiste en renunciar al interés propio, a las falsas líneas rojas ideológicas, incluso a tu supervivencia por un bien mayor, el propio país), menos voluntad han demostrado. Confluyen además el papanatismo de Pablo Casado con el creciente (y preocupante) “soy yo” de Pedro Sánchez, que no parece entender que gobernar significa hablar con todos, incluso con los que te escupen. Si no te contestan al teléfono, da igual, va en el sueldo, igual que va en la vida diaria de los ciudadanos llevarse reveses de virus, empresas o la vida misma, que alecciona a tortazos. Te eligieron para llevar el timón, no para vigilar desde las almenas. Y si no puedes conseguir el nivel 10, intenta al menos llegar al 7. Negocia.

La pandemia era una oportunidad como pocas para hacer tabula rasa, para realizar reformas integrales con consenso y que llegaran más lejos. Cuantos más bueyes tiren del carro, más lejos llegaremos. Pero aquí… Nos acordamos del esplendor de un Churchill en Westminster bregando a diario contra los nazis (en solitario durante más de un año), en la digna unidad republicana de los partidos franceses en las crisis, en las grandes coaliciones alemanas que todo lo pactan, en la habilidad florentina de los nórdicos para crear gobiernos imposibles, en la virtud también florentina y muy veneciana de los italianos para pactar con Dios y el Diablo al mismo tiempo. Y en los últimos años con el sentido común de los portugueses. Luego volvemos a casa y se nos hunde la moral porque ahí siguen los mismos partidos-mueble heredados cubiertos de telarañas de siempre. Ese cainismo sin fin que parece más una serpiente que se muerde la cola.

Todos los partidos, nacionales, nacionalistas o ideológicos, han vivido en España por y para asentar su taifa concreta, regional o no. Ramón de España tiene razón y no la tiene. Es más fácil atribuir a ambos lados el problema sin caer en la cuenta de que en la vida, en el universo, todo son graduaciones a partir de detalles, de tal forma que ni todos son iguales, ni todo sucede de la misma forma. Quizás alguno de los dos sea más culpable, porque dos no bailan si uno no quiere, pero el resultado es el mismo. El ser humano tiende al reduccionismo para sobrevivir en un entorno que no controla. Los partidos políticos prefieren la cómoda sencillez del “no” al mundo desconocido e imprevisible del “sí”. Si esto fuera un juego de mesa no importaría. Iniciamos otra partida y se acabó. Pero es la vida real, y en ella hay que ser prácticos, pensar a largo plazo y concluir que lo que nos pase como personas individuales por arriesgarnos nunca será tan grave como lo que nos pueda pasar como comunidad. Porque si cae el grupo, caemos todos.

El (o la, habrá que consultar con la RAE) Covid-19 ha sido una oportunidad perdida. De las catástrofes se aprende, pueden usarse para mejorar. Si tenemos en cuenta que es lo peor que le ha pasado a España sanitariamente desde la guerra civil, y económicamente podría ser incluso peor que la Gran Recesión de la primera década del siglo, era el momento ideal para dar pasos a cuatro piernas. Seamos sinceros: el resto de no hacen masa. PSOE y PP, los únicos que han gobernado el país y conocen perfectamente los entresijos y capacidades del Estado, podrían haber creado un diálogo directo al margen del resto, haber pactado líneas maestras holgadas para que entraran todos y desde ahí cambiar. Cualquier decisión pactada entre ambos habría pasado por Congreso y Senado sin problemas. Quizás otros se hubieran enfurecido, pero esto no va de sobrevivir en tu taifa, sino de ayudar a 47 millones de personas mal gobernadas y peor gestionadas. ¿Por qué no existe esa voluntad, por qué no reman a la par, qué es más importante que los ciudadanos a los que gobiernas y de los que dependes, por qué siempre el eterno cálculo electoralista y la negación del otro?

Históricamente España ha adolecido de mediocridad política. El puñado de buenos estadistas que ha tenido terminaron en su mayoría en cárceles, fusilados, desterrados o ninguneados. La lista de reyes imbéciles y ministros parásitos es infinita. Cinco siglos y pico de Historia (España no tiene más, no se hagan trampas al solitario con lo de los visigodos, que eso es un cuento para niños) dan para todo tipo de victorias y derrotas, pero sobre todo de oportunidades perdidas. Ya se lamentaba Arturo Pérez-Reverte, nada sospechoso de izquierdismo rompedor, de cómo habían pasado todos los trenes del progreso de largo; él mencionó la Reforma en el XVI y la funesta Contrarreforma, también la Ilustración del XVIII y cómo aquí se martirizó con la Inquisición hasta los tiempos de Fernando VI. Pero también se dejó escapar la Revolución científica en el XVII, el liberalismo político en el XIX… España es la eterna viajera que se pasa el día corriendo por los andenes arrastrando una maleta cada vez más pesada llena de decepciones y resquemores. ¿Cómo no van a ser ácratas e individualistas los ciudadanos si nadie les da un ejemplo moral de lo contrario?

Al final lo que tenemos es lo que queda de esos fracasos acumulados. Para bien (pocas veces) y sobre todo para mal (la mayoría de las ocasiones) España es el resultado de todas las decisiones históricas, de todos los sucesos provocados por esas decisiones. Y, sinceramente, casi nunca son para beneficio del común. Se desaprovechó incluso la oportunidad de 1898 y el fin del imperio, igual de catastrófica que una pandemia, pero también ignorada. Hubo una república, sí, jaleada incluso por muchos conservadores, pero derivó en poco tiempo hacia el mismo punto de guerra de taifas. Son demasiadas decepciones como para no sentir resquemor, y al contrario de lo que piensan muchos nacionalistas españoles, la bandera y la patria no lo curan todo. Más bien nada. Ya se encargó Franco de emponzoñar algo tan sencillo como la bandera nacional: al apropiarse ideológicamente de ella le negó a las siguientes generaciones poder verse representada. Condenó esas tres franjas horizontales a ser territorio de una ideología. Por eso el himno y la bandera causan tanta división. Y por eso los “patriotas” siguen usándola como arma arrojadiza, igual que un ultranacionalista vasco ve ikurriñas por todos lados y niega todo lo demás, o un independentista catalán incluso niega su propia bandera a favor de la estelada.

Es cierto, siempre nos quedará Bruselas. Pero más allá de la broma cruel, recurrente y flagelante de “envíen cuanto antes un virrey europeo que estos son unos inútiles” lo que emerge es un continuo conflicto. Cooperar siempre asegura más beneficio que saltar a cuchillo contra el otro. De hecho nuestra especie logró evolucionar desde su condición de mono en un árbol porque se impuso la cooperación para conseguir fines mejores; pero eso ya se olvidó. Vivimos en perpetuo estado de “sálvese quien pueda”, como si fuéramos el pasaje del Titanic en bucle durante siglos. Lo que queda es lo que somos. Para bien, pero sobre todo para mal. Al final Ramón tenía razón: estos son los bueyes, y con estos aramos.