El futuro es un lienzo sobre el que podemos dibujar, el presente es una realidad que apenas controlamos, el pasado es una carga incesante. Sólo podemos hacer una cosa por nosotros mismos, y es intentar conducir el futuro, no con detalles pero sí al menos con un mínimo de planificación, aprovechar la situación de extrema necesidad para hacer cambios duraderos. De lo contrario la combinación infinita de condiciones de la realidad tomará vida propia y nos limitaremos a tragar con lo que venga mientras se nos va el presupuesto en llantos, cacerolas y pataletas.

Pocos países son tan proclives al suicidio como España, aquejado de un cainismo enfermizo que forma parte de la identidad general tanto como la pasta de harina a la cocina italiana, el formalismo a la idiosincrasia germánica o el alcoholismo a la sociedad británica. Los españoles se metamorfosean en lemmings rumbo al acantilado cuando vienen mal dadas. Y eso incluye (sobre todo) a los que no se consideran como tales: no hay nada más español que aborrecer España para terminar pareciéndose a ella en todas sus contradicciones. A esa circunstancia se añade el miedo, presente incluso en las mentes más claras y socialmente empáticas, que no ven más que demonios acechando. Al virus y la crisis económica se añade ahora el conflicto político, deliberado por parte de una oposición que huele la sangre y de un gobierno que ha mostrado preocupantes señales de “yo me lo guiso, yo me lo como”, que suelen traducirse en decisiones chusqueras. Y al que también le viene bien electoralmente que la oposición le arañe. No es el momento para hablar de eso, pero quien haya leído algo de filosofía política sabe que el arte del bueno gobierno (es un arte, no una ciencia, no caigan nunca en la trampa de las “ciencias” sociales) se basa sobre todo en la negociación de mínimos para conseguir máximos. Menos en España, claro, donde se negocian máximos y terminamos conformándonos con mínimos.

La pandemia tiene la malvada virtud del niño sincero que señala al Emperador y les recuerda a todos que está desnudo ante sus fallos, contradicciones y carencias. No sólo se infravaloraron los riesgos, también se ha caído en la trampa de la lucha política intestina, la dispersión de culpas por doquier (en un claro “sálvese quien pueda” que deja a la ciudadanía a la intemperie) y las consecuencias de un sistema público diezmado por años de recortes. En esta situación no hay mucho con lo que trabajar un futuro que da más miedo y rabia que oportunidades. Y sin embargo, ese lienzo vacío es una oportunidad. La obsesión con el pasado nunca ha sido buena, es como un mal que paraliza, una esclerosis que agarrota todo y no nos deja avanzar: la nostalgia es la confirmación de que nuestras vidas no van bien. La ceguera del presente, la obsesión por el hoy y ahora, nos hace olvidar lecciones importantes y anula por completo la posibilidad de que el mañana no está escrito. Así no se saca del pozo a una sociedad atormentada por el miedo y la ansiedad. Alguien, en algún momento, debería soñar con ese futuro y ejercer algo de asertividad, de planificación, de astucia, en medio del mal gusto ibérico por la alharaca y la teatralidad.

Apenas ha habido ejemplos de virtuosismo en estos meses, en especial por parte de las élites que se supone capitanean el barco. Ni políticas, ni económicas, ni sociales. ¿Recuerdan lo de “estos son los bueyes y con estos aramos…”? Pues eso. Pero no sólo entre los políticos: la élite empresarial española destaca en la carrera desbocada hacia la mediocridad y ese comportamiento infantil de saltar de una burbuja comercial a la siguiente. Sería la oportunidad perfecta para sentarse a pensar algo mejor; a fin de cuentas Bruselas y la UE no lo pueden todo, y los intereses industriales alemanes que nos condicionan tampoco. Quizás si España fuera algo más que el resort de vacaciones del continente, algo más que el chiringuito de juerga, sol y liberación del resto del club… Lo malo de vender tu alma al sector de servicios baratos (turismo, comercio, consumo, ocio…) es que cuando aparece una pandemia te deja como al Emperador: desnudo. Si fuéramos astutos de verdad usaríamos la catarsis para construir algo diferente que pudiera aguantar la siguiente embestida. Porque ésta es sólo la primera de las muchas que han venido y que vendrán.

Intentar proyectar un futuro plausible cuando las fábricas cierran, el Estado se endeuda, los cementerios se llenan y cunde el miedo es muy complicado. La sociedad está en ese punto de buscar un pañuelo detrás de otro, una cacerola o desgastarse el dedo tecleando su rabia. Y si ves caer en el pesimismo autocompasivo a muchas de las mejores mentes que tenemos todavía es peor. Mucho más cuando las redes sociales, ese Caballo de Troya contra la democracia, vomitan todo el odio, filias, fobias, irracionalidad, miedo, angustia, ansiedad… Resulta paradójico que los más teatrales y excesivos sean los que menos van a perder, mientras que las víctimas sociales y económicas mantienen un manso y pulcro silencio. Tampoco infunde nada positivo ver cómo los que deberían trabajar en máximos se destripan por cuitas e intereses electorales. El futuro espera que lo diseñen; luego ya el Universo, la combinatoria infinita que lo estructura (que nos limita pero también nos da miles de oportunidades) nos obligarán a modificar el diseño, pero al menos tendremos un plan productivo.

Sin intervención sobre el lienzo vacío el futuro bien podría parecerse a una versión combinada de la política de principios los años 90 con el trasfondo económico de la Gran Recesión de 2008. Por un lado tenemos a la izquierda atrapada por su vacuo narcisismo intelectual, acosada en el poder y por otro a la derecha rampante y desesperada por volver a lo que psicológicamente consideran su lugar natural, el Poder. Al guiso añadimos el fuego de medios de comunicación atrapados por las subvenciones, las redes de intereses, los servilismos de los accionistas y la nunca suficientemente valorada tendencia de los jefes periodísticos a vender su trabajo a sus filias y fobias ideológicas. Se lo dice alguien que ha estado dentro: la mayoría de las veces no hace falta una llamada de teléfono o un cheque (que los hay, muchos), basta con esperar a que Fulanito, el director del medio, se quede a solas pensando en sus odios y amores y dé las órdenes precisas. Estos medios sobredimensionan la política: ¿se han dado cuenta de que hay un exceso continuo de política en los medios, que una frase de un diputado mundano y del montón en una red social merece más atención que cualquier otra cosa? ¿Creen que ese consumo de minutos es realista o necesario?

A ese clima se le suma una economía puntualmente destrozada, miles de puestos de trabajo en el aire, un sector servicios excesivamente dependiente del consumo y el turismo, o de sectores con un recorrido corto como la construcción y el mercado inmobiliario. La eterna queja de que España no tiene industria es mentira: sí que la tiene, en abundancia. De hecho en 2017 éramos los segundos mayores fabricantes y exportadores de vehículos de Europa (2,8 millones) según la Organización Internacional de Fabricantes de Vehículos. Sólo nos superaba Alemania (5,6 millones). Una buena base para un salto más que beneficiara directamente a España, quizás preparada para ser algo más. Pero ese algo nunca llegó. Mis limitados conocimientos de economía se sustentan en el sentido común: ¿qué hace que Alemania mantenga ese poder comercial ininterrumpidamente desde hace más de 60 años y que sus “recesiones” sean un mal chiste medido en decimales mientras las del resto vengan en números solitarios y gruesos? ¿Qué tienen los alemanes (que trabajen menos horas que nosotros pero producen más) para tener un ritmo de producción por encima de la media, un nivel de vida tan alto y una industria que no deja de crecer e innovar? Algo deben de hacer, o saber, para que no sean la intermitente España. Los alemanes no son mejores, sólo son más consecuentes con lo que tienen, y sobre todo mucho más ambiciosos y asertivos.

Pero todo es reversible. Nada, salvo la muerte, que nos ha rondado demasiado, es irreversible. Para mal, claro, pero sobre todo para bien. El fatalismo es el gemelo obsesivo del pesimismo, y los dos fallan porque toman parte de la realidad como la vara de medir de toda la misma realidad. Es como comprar gominolas: que haya más de color verde que rojo o azul no implica que TODAS las gominolas sean verdes, o incluso que la mayoría sean verdes. Simplemente en ese grupo concreto hay más de color verde. Es ilógico pensar que la realidad va a ir a peor sin freno y que TODO va a salir mal. El pesimismo siempre ha sido una excusa (cobarde) para no afrontar la realidad. De la misma manera, el optimista sólo es un ingenuo desinformado que confunde sus deseos con la realidad. Se le aplica la misma vara de medir que al pesimista. Ambos son mentes equivocadas que toman la parte por el todo, o cuando menos, que no ofrecen flexibilidad. A fin de cuentas la realidad es puro cambio dinámico sometido a miles de combinaciones posibles que la mayoría de las veces no controlamos. La posible solución, como siempre, está en un tercer camino que requiere más compromiso, voluntad, esfuerzo, flexibilidad e inteligencia. Y el ser humano suele ser bastante vago; es mejor ser plañidero doliente o escapista ilusionado que bajar a la trinchera. No se lo tomen a mal, pero es lo que hay. Y lo saben.

El futuro siempre es posible, no es un presente incontrolable o un pasado atado con una soga al cuello. Pero hay que trabajárselo. Momentos excepcionales requieren medidas extraordinarias: ampliar la perspectiva más allá de lo evidente, aparcar prejuicios o herencias (una vez más, muerte al pasado), aplicar una lógica draconiana acorde con la amenaza por encima de la tradición y lo establecido, mantener la asertividad y sobre todo tener un plan a largo plazo que se mantenga en el tiempo. Ese futuro posible hay que tallarlo, no comprarlo fuera, y tampoco podemos repetir una y otra vez, como hámsteres en una rueda, la misma realidad mediocre. Pero para eso hay que trabajar, esforzarse. Romper con lo establecido, porque es obvio que no es suficiente y no funciona.