Entre pandemias paralizantes, ideologías salvadoras que prometen salvarnos de nosotros mismos, Dioses egoístas y sus legiones de fanáticos, patrias y pueblos que devoran individuos como si fueran aperitivos, no son buenos tiempos para la ciudadanía y la libertad. Las ideas absolutas no se llevan bien con el respeto al individuo, la piedra angular del humanismo y la democracia. La paradoja es que posiblemente hace 30 años los ciudadanos eran más libres que hoy; lo peor de esta situación es que las nuevas argollas al cuello nos la ponemos nosotros mismos. Quizás en los siguientes párrafos el lector encuentre algo de utilidad para sobrevivir mientras aguantamos, esperanzados, a mejores tiempos, hasta que el péndulo vuelva a oscilar. Tengan paciencia, tanto el post como la espera del bien son largas.

Primero levantemos el ánimo.

Lo fácil es seguir instrucciones, bajar el espinazo y aceptar órdenes sin rechistar. Cuando eres un vasallo, un súbdito, el pesado trabajo de pensar lo hacen otros. Es mucho más sencillo rezar a un Dios escurridizo que nunca contesta, obedecer a su iglesia o su púlpito y comportarse como si el libre albedrío fuera un quimera. O dejarlo todo en manos de un rey y su corte; ser súbdito es una monotonía viable y sencilla, como seguir las instrucciones para montar un mueble pero sin la crisis de no entender nada. El rey sabrá qué debemos hacer. El reino está en buenas manos, no en las nuestras, que somos un caos y no entendemos de estas cosas. También es muy sencillo seguir las directrices y “consejos” del Partido (con P mayúscula, siempre con P mayúscula), formar parte del Todo, de la Masa, el Pueblo, la Patria, la Nación, la Raza, el Género… palabras todas con mayúsculas que justifican todo y le dan al ser humano la tranquilidad intelectual de no tener que esforzarse mentalmente, arrastrado, como un barquito de papel frágil flotando en el océano.

En cambio ser demócrata es como meterse dentro de la piel de Sísifo, un viajero sin mapa y mil caminos por descubrir. Es un esfuerzo constante, un equilibrio permanente entre la libertad propia y la de los demás, entre mis derechos y los ajenos, entre el individuo, unidad de medida básica del sistema, y el Estado, que no deja de ser la expresión global de las voluntades fusionadas de todos esos ciudadanos. Ser demócrata no es fácil, es exigente, es un trabajo ingrato, y lo peor: no tiene estación final. Me explico: de la misma manera que ser vasallo o súbdito (de Dios, del Rey, del Pueblo, de la Tribu, la Idea o del Partido) es un lugar concreto que se prolonga en el tiempo de forma estática, ser ciudadano es como practicar un arte sin llegar nunca a la perfección. Los demócratas persiguen a la carrera un horizonte final al que jamás llegarán: ser libres y vivir en un sistema que los tolere. Lo saben, y sin embargo siguen adelante. Corren y perseveran para, en la mayoría de casos, no llegar jamás a ningún lado salvo al principio. De ahí lo de Sísifo, siempre cuesta arriba con la maldita piedra para que luego se deslice colina abajo y vuelta a empezar.

El demócrata es un malabarista agobiado. Es un equilibrista sin vara de estabilización. Es un explorador sin brújula que ve espejismos y corre en su busca (consciente, la mayoría de las veces, de que es un espejismo). Es un atemorizado en la oscuridad que sólo tiene unas cerillas para iluminarse. Es una carrera dura, ingrata, sufrida. Es duro, pero merece la pena. Siempre justifica los esfuerzos. Ser libre es algo más que un montón de palabras en una Constitución. Es fácil hacer constituciones. Lo difícil es crear el ecosistema para que se cumpla lo que está escrito. Pero más complicado aún es que los ciudadanos hagan honor a tal apelativo y luchen, vigilen, que las palabras de tinta sean algo más que un brindis al sol. La democracia no se hizo para vagos, ni para conformistas, ni para los que necesitan un poder superior o una verdad que rija sus vidas. Porque muchas veces se le sumarán personas que en realidad son tan tóxicas como ese mundo que se cierra sobre nosotros: piensen en los conspiranoicos, los antivacunas, los que ven manos negras por todos lados, sus pesadillas son todavía peores que el verdadero caos que nos rodea. Detrás de cada persona que diga “me he informado bien, la verdad es esta” hay una psique torturada que intenta arrastrar a sus miedos personales al resto, para así justificarse a sí mismo. En guardia con ellos.

Ser ciudadano es un derecho, un honor y un deber. Es como tocar el piano una y otra vez hasta que la sonata suena a sonata. El que no esté dispuesto a esforzarse siempre puede entregar su existencia a palabras que empiezan por mayúscula y le absorben hasta anularlo. El demócrata siempre está despierto. El demócrata duda, desconfía, confirma, corrobora, tiene un enorme moscón orbitando su mente porque sabe que detrás de cada sonrisa, cada promesa y juramento, de cada supuesta verdad oculta que sólo algunos pueden revelar (el truco más viejo y chusco del) hay un interés que no es el suyo. El enemigo está ahí fuera, y como decía el personaje de Ichabod Crane en ‘El jinete sin cabeza’ (la película, no el libro), “de todas las máscaras que usa el Diablo, la de la virtud es su preferida”. Vivimos rodeados de máscaras de virtud que nos distraen del verdadero camino, que no es otro que dudar, desconfiar. Es triste, pero necesario: el buen demócrata no se fía ni de su sombra. No hay estaciones finales en este viaje, sólo un andén tras otro en el que paramos para reabastecernos y seguir.

El Mercado (otra palabra con mayúscula) sabe cómo sonreír y quedarse con nuestras vidas para exprimirnos; lo hace al revés que la Religión o la Patria, para las que todo son deberes y sacrificios: nos ofrece un mundo material para hacernos plenos. El consumismo desatado es despilfarro, y una forma de engancharnos por la deuda, otro truco tan antiguo como el mundo. La diferencia entre el Estado y el Mercado es clave: al primero lo podemos fiscalizar, se resistirá, pero hay vías legales para exigirle cuentas; al segundo no hay manera, amparándose en su libertad mercantil puede casi hacer lo que quiera. Y ese mismo mercado tiene ahora otra arma: Internet no es un monstruo brumoso, es un sistema sostenido por empresas que invierten para conseguir beneficios, y nosotros somos sus productos preferidos, desde teléfonos a gustos personales, todo lo que les permita crear un perfil psicológico que puedan explotar con publicidad o directamente traficando con nuestras vidas.

El buen demócrata resiste con los pies bien anclados en el suelo; es una guerra eterna del individuo libre contra los intentos de dominarlo. Así que piénsenlo así: son luchadores sin descanso, saben por qué alzan la voz y defienden lo más importante que existe, sus propias vidas y su derecho a gobernarlas todo lo que puedan, todo lo que el único y verdadero determinismo físico universal (que no humano) les permita.

Ahora vamos con la parte práctica.

I. No te pongas más cadenas de las que necesitas. El demócrata del siglo XXI se enfrenta a los mismos problemas que en épocas anteriores, pero aumentados, porque no hay mayor cadena al cuello que la que nos ponemos a nosotros mismos. A las clásicas Religión, Patria, Partido, Tradición se unen muchos otros lastres. La mayoría derivan de nuestra propia vida física en un mundo real físico, pero otras suelen nacer de la nueva vida exhibicionista en ese universo paralelo llamado internet. Puede ser comprensible en un adolescente en plena fase de expansión de una personalidad por hacer, en ingenua cocción. Pero cuando alguien maduro cuenta su vida, dónde va, qué hace, cómo es su día a día, a millones de personas, sólo se puede explicar por tres razones: necesita terapia psicológica, busca intercambiar eso por dinero o es idiota. Un conspiranoico del Poder considerará que esos datos son manejados por el Estado para tenernos vigilados y controlados a distancia: la teoría de la correa larga para hacernos creer que somos libres. Un conspiranoico del Mercado creerá que nuestras vidas son datos comerciales que son de gran valor, y los venderán y explotarán en su beneficio. Nuestras vidas se convierten así en producto y nos tiranizan. Nos roban.

Un ciudadano demócrata es moralmente aristotélico, esto es, considera que la virtud está en el justo término medio entre ambos polos: es un paranoico lógico y con autocontrol. Es casi imposible escapar de nuestro Yo virtual en la red, nos empujan desde todas direcciones (trabajo, familia, amigos, empresas) para que nos prolonguemos. Todos tienen que estar dentro, porque quien no esté dentro “no es nadie”, o mejor dicho una vez limpio el mensaje, “no es vulnerable al Todo”. Los futuros movimientos de resistencia no serán guerrilleros aparatosos y revolucionarios de barricada, serán invisibles sin teléfono móvil, que cubran sus IP con miles de camuflajes, fanáticos de la encriptación, que intentarán pagar siempre en efectivo y que jamás cuenten nada de su vida. Frente al Yo egomaníaco del siglo XXI, desatado y donde cualquier limitación es implícitamente despótica, el Yo contenido, consciente, táctico. Y frente al Yo cohibido, aterrado y jibarizado del paranoico, el Yo utilitarista que no se anula en la sociedad virtual paralela pero que, consciente, pondrá todas las barreras posibles a esa marea que no cesa en busca de su vida.

II. Jamás des nada por supuesto. En el pasado mandaba el mito, la leyenda, la creencia popular, esa gran mentira milenaria llamada “sabiduría popular” (de lo primero nada, de lo segundo todo). No había forma de corroborar, refutar, contrastar, buscar explicaciones alternativas porque no había medios. Hoy sí existen esos medios, pero no hay tiempo o ganas. Somos tan crédulos como hace mil años a pesar de tener mejor nivel educativo, mejor formación y suficiente conciencia histórica como para saber lo que pasa cuando dejamos que el Todo se nos coma. Siempre han existido fake news: detrás del falso neologismo anglosajón hay conceptos que conocemos desde hace siglos, como desinformación, mito o leyenda. Una de las mejores armas del Imperio Romano fue siempre la desinformación, la usaban con maestría; luego, en la Edad Media, el Trono y el Altar supieron también usar la mitificación (positiva y negativa) para controlar a las masas. La verdad era lo que llegaba desde las alturas y desde las tripas sociales; no había explicaciones alternativas. Y si se te ocurría alguna solías terminar convertido en cerilla o encerrado en una jaula colgando de las almenas.

IIIEl buen demócrata, el buen ciudadano, está eternamente en guardia. Pregunta. Busca. No se da por satisfecho hasta asegurarse de que no le mienten o intentan controlar con falsas verdades. Un ejemplo: “El cielo es azul”. Respuesta: “bueno, eso habrá que explicarlo ¿no?, ¿dices eso porque te lo dicen tus sentidos o se te ha ocurrido a ti? Y si fuera azul, ¿por qué tiene ese color?”. Muchos individuos prefieren creer una mentira fija y segura que les da una explicación sencilla y manejable que buscar la verdad. Otros prefieren rebuscar y no se dan por satisfechos hasta que comprueban que en efecto el cielo es azul por una razón física secundaria de la luz: cuando ésta llega a la atmósfera se dispersa en todas direcciones al atravesar los gases y partículas en suspensión. El espectro azul de la luz se expande más fácilmente que otros colores porque está compuesta de ondas más cortas y pequeñas. ¿Por qué sabemos que esto es verdad? Porque se puede comprobar por la experimentación. En realidad la luz solar es blanca porque es el resultado de la fusión de todas las longitudes de onda. Sonará doloroso para los creyentes, pero no hay nada más democrático que la ciencia, ese método basado en la duda perpetua. Si algo nos ha hecho avanzar como especie, si algo nos ha engrandecido como civilización, ha sido la duda eterna.

III. Ante todo, calma y persistencia. Reza el refrán: ante la virtud de pedir está la de no dar. En democracia hay que cambiarlo: ante la virtud de negar lo pedido está la de persistir en la petición. El poder tiende siempre a limitar las grietas que lo debilitan, sea cual sea su naturaleza. Los cardenales quisieron mandar a la hoguera a Galileo por dar una explicación alternativa al Universo que destruía la argumentación aceptada por el cristianismo; en España el Trono-Altar mandó al cadalso a los liberales que querían atar constitucionalmente a las élites que gobernaban por tradición y decreto. Y en el comunismo el Partido no dejó jamás de martillear a los que se salían de las estrechas vías de la ideología. Diferentes poderes, mismo resultado. Preguntar no es malo, sólo molesta al que quiere ocultar algo. El tirano siempre contesta con violencia. El déspota puede incluso argumentar el “tú no sabes, esto es muy complicado para ti”. El poder democrático se explica, pero no porque quiera, sino porque parte de la idea del gobierno consentido por los ciudadanos, que deben preguntar una y otra vez, y otra, y otra, y otra, y otra… hasta que reciben respuesta. Una frase romana muy poética: “Roma es como las olas del mar contra la costa, que golpean una y otra vez contra hasta moldearla”. Así debe ser, como una marea incesante.

Frente el poder siempre hay dos armas demoledoras: el humor y la persistencia. En Roma, cuando había una rebelión o tumulto, una de las primeras medidas del poder imperial era prohibir las comedias y el teatro. Algo parecido pasa ahora con los chistes sobre religión o las élites: no te fusilan, te demandan para empobrecerte. La persistencia, sin embargo, no se puede prohibir. Es como la lluvia fina, despreciada en su levedad pero que a la media hora te ha calado hasta los huesos. El poder debe explicarse para ser legítimo: votar cada cuatro años no es un cheque en blanco. En España cometimos el terrible error de abandonar nuestros derechos y deberes en una partitocracia que ha hecho lo que ha querido durante décadas. Nada perturba más a la democracia que unas élites que imponen sus intereses particulares al bien común, confundiendo una cosa con la otra. Lo han hecho el PSOE y el PP a nivel nacional, el PNV y los partidos catalanes en sus rincones, Coalición Canaria en las islas… y ahora Podemos con esa cerrazón ideológica donde sólo cabe una verdad, la suya. Salvadores que no son tales, indispensables que no lo son tanto. La democracia se basa en la sociedad civil, que durante demasiado tiempo ha sido inexistente (formar una sociedad no es suficiente, hace falta que sea activa y presione en todas dirección, algo que aquí no existía). Levantarán una y mil barreras para no rendir cuentas, pero ante cada muro hay que persistir.

IV. El individuo por encima de todo. El péndulo ideológico siempre se mueve de un extremo al otro, en un movimiento perpetuo de oscilación. Pero en cada ida y venida parece perder siempre el mismo: la individualidad. En el siglo que nos prometió ser racionales y mejores es cuando más zancadillas le ponen al individuo. Estamos más cerca de un miserable siglo XIX victoriano que de la centuria futurista soñada por la ciencia-ficción donde hemos superado las barreras internas para proyectarnos y ser mejores. El objetivo es siempre el mismo: el individuo. El verso suelto que molesta. Provenimos de la tribu, de la manada, de un todo social que nos permitía, cooperando, llegar más lejos. Gran parte del secreto del éxito humano se basa en esa comunidad, en la red. Donde no llego yo llegarán otros, y su éxito repercutirá en mi bien. Pero eran grupos de iguales, donde sólo la sabiduría y ciertos talentos útiles podían elevar temporalmente a unos sobre otros. No obstante subyacía la igualdad. Éramos individuos y un todo a la vez. Tenía sentido porque era útil. Nos iba la supervivencia en ello. Y sobre esa base antigua nació luego la sociedad sedentaria, que con los siglos derivó en etnias, naciones, reinos, imperios… hasta llegar a la actual sociedad de masas, común tanto a democracias como a tiranías, a falsas democracias y despotismos disfrazados. Mucho más grandes, y desde luego más desiguales.

El antiguo instinto comunitario que durante miles de años nos permitió funcionar y avanzar ya no existe, se ha convertido en un mecanismo interno de subordinación del individuo a la masa: el yo debe subordinarse al bien común, a la idea compartida, al Grupo irrefrenable que todo lo ampara y todo lo justifica. La democracia consagró al individuo como elector y por lo tanto como ciudadano, como entidad autónoma del grupo. Como un juego de malabares, cada elemento en el aire era uno y al mismo tiempo volaba junto con el resto. Con el tiempo se sofisticó el argumento, incluyendo elementos como la tolerancia al otro, la reciprocidad, la convergencia de intereses, las libertades mercantiles, el juego de equilibrio del sistema para evitar que nadie tuviera demasiado poder. Y sin embargo, el individuo siempre es sospechoso. La democracia se lleva muy mal con las masas y los universalismos, es un acto cívico de individualidad que consiente ser parte de la mayoría desde la libertad de elección, no al revés.

Cada persona, en soledad, reflexiona y llega a conclusiones factibles: en cuanto intervienen más personas, el juicio deriva hacia el juego social, que casi siempre termina en conclusiones interesadas de unos sobre otros. No es una elección libre: no existe garantía de que esa continua tensión vaya a resolverse nunca. Somos animales políticos condenados a vivir en sociedad, y esta necesidad es la excusa para encadenarnos. Al menos por ahora. A diferencia de la fobia social, el rechazo a esa tiranía invisible se basa en algo concreto: el individuo se diluye en la masa y no razona. Cuanto más autonomía, soledad y libertad de juicio tenga el individuo, sin amenazas, coacciones, influencias, más perfeccionado será el sistema democrático, más libres seremos. Cuantos más derechos tengamos, más libres. Cuantas menos presiones, más libres. Por eso la libertad y la democracia se llevan tan mal con Dios, la Patria, el Pueblo, la Nación, los clanes, las facciones, las comunidades cerradas o con ese otro tótem, internet, una versión salvaje de la dinámica de masas del mundo real sin contrapesos ni limitaciones.

V. Sal de las redes sociales. El quinto consejo puede ser el más complicado de todos. Y contradictorio. Porque es muy difícil abstraerse. Este post llegará a mucha gente a través de una de las peores redes sociales, Facebook, que ha hecho mucho por agrietar los pilares de la democracia por intereses económicos. Cada poco me llega un mensaje de Facebook para que aumente la información del perfil, para que ponga números de teléfono, dónde estudié, dónde vivo, qué me gusta… una y otra vez. En cierta ocasión incluso me bloqueó temporalmente la cuenta hasta que no metiera algunos datos, que luego borré. Da igual. Ya los tenían. Además es complicadísimo salirte de ellas. Son como una secta nebulosa. La circulación de opiniones supuestamente libres tendría que haber mejorado nuestras sociedades, pero en lugar de eso propició la mentira, el odio y el conflicto. Internet, como la energía nuclear, era una idea magnífica sobre el papel pero cuya aplicación práctica es una pesadilla. La idea de desconectarse del mundo es una quimera. De alguna manera terminamos siempre atados y unidos a otros. A cualquier nivel, desde el emocional al material, por interés, por devoción, o por obligación.

Pero las redes sociales digitales no son un escollo insalvable. Es una imposición indirecta de una sociedad empujada hacia ese nivel de control extensible: por el Mercado, por el Estado, incluso por tus conocidos y familiares, que saben de ti siempre y te persiguen. En algunas, como Twitter, una idea libremente manifestada es sólo el principio de un ataque continuo. No son redes sociales, son cubos de basura psicológica donde media Humanidad vierte todas sus frustraciones. Y toda esa visceralidad, anónima, salvaje, choca contra el sistema de garantías y equilibrios de cada ciudadano en democracia, donde tu pensamiento y origen no debe ser nunca un problema, pero en internet sí lo es. Hablando en plata: la red es una tiranía encubierta que vulnera nuestros derechos civiles. El sueño infantil de una red libre sin censuras es en realidad el estado de naturaleza primitivo del que habló Thomas Hobbes, donde el hombre es lobo para el hombre. Para esto nos ha servido la tecnología, para hacer realidad la distopía de un filósofo pesimista y siniestro del siglo XVII.

En lugar de usar la tecnología de comunicaciones para elevarnos, para crear una esfera de educación universal donde todos pudieran tener acceso a toda la información (cuanto más informados, mejores decisiones deberíamos tomar), hemos reproducido todo lo malo de nuestras sociedades en un lugar donde no hay correctivos para el mal comportamiento. En el mundo real puedes insultar a alguien en la calle por cualquier motivo, pero hay un sistema de justicia que permite la defensa al honor, el castigo del resto de la sociedad por tu comportamiento o directamente la respuesta agresiva del otro. En internet sin embargo puedes hacerlo sin problema alguno, casi no hay contramedidas ni contrapesos. La red puede ser económicamente útil y logísticamente maravillosa, pero es una de las peores amenazas al civismo y a la democracia en muchos años. Lo que no consiguieron cien años de comunismo soviético (mala aplicación de la teoría y peor ejecución en la práctica), ni los fascismos, puede lograrlo la selva virtual. Esto nos lleva al primer consejo: no pongas más cadenas de las que ya tienes. Nadie intenta librarse de un cerrojo poniendo otros dos, ¿verdad?

La lista de consejos sería larguísima, mucho más que estos cinco básicos. Pero todo se puede resumir en una actitud: la buena democracia exige a los ciudadanos que no se duerman en los laureles, que practiquen su condición civil, que luchen racionalmente por cada pequeño espacio propio (por nimio que sea), contra la masa que les intentará manipular con banderas y tendencias ideológicas, contra las tradiciones y falsas herencias ideológicas, nos pide que seamos Sísifo conscientemente de la pesadez y amargura de cargar con la piedra. No cejar jamás en el empeño. Porque de no hacerlo seremos ovejas dirigidas por intereses que no hemos elegido, ni nos harán bien alguno porque siempre serán en beneficio de otros. Quizás, en perspectiva, en 2100 alguien mire atrás y concluya que fue un buen siglo, pero por ahora es frustrante, amargo y mediocre.