La palabra “país” es bastante inerte, ya que evita decir “nación”, “patria”, “estado”, “reino” o “república”, que están cargadas de ideología y herencias pesadas como bolas de acero en los pies. Pero hay otra aún más abierta, “ciudadanía”, que, irónicamente, es la más importante de todas ya que nos define jurídica y legalmente frente al Estado. Todo lo demás (“español”, “católico”, “vasco”, “catalán”, “ateo”, etc) es subjetivo, volátil y sin consideración real. Y para los españoles aún más: no hay muchas sociedades humanas con tal grado de disgusto consigo misma ni más ganas de fustigarse, pero en la condición civil encontramos refugio. Fruto de ese continuo desasosiego de país se han generado tres formas peculiares de ser ciudadano en este rincón del mundo (el kantiano, el tribal, el utilitarista), más una cuarta que aunque parezca ilusoria promete tener futuro.
Pero antes, tres párrafos para poner en contexto que significa ser “ciudadano”. Por encima de cualquier consideración nacionalista o ideológica hay una realidad inmutable: todos vivimos en estados-nación, una construcción propia del siglo XVIII, en el que los ilustrados soñaron con la creación de un estado civil que nos uniera a todos bajo el mismo imperio de la ley y en pie de igualdad jurídica. Pero como no hay ángel sin demonio, al Estado civil le siguió la Nación, el reverso tenebroso de ese mismo avance. Frente a lo que nos une en equilibrio (nuestra condición de ciudadanos bajo una misma ley máxima que consagra y protege nuestros derechos y libertades) aparece lo que nos separa (filiación a un pueblo, etnia o comunidad cerrada al resto de identidades, lo que crea división allí donde no la hay realmente).
Frente a las diferencias que tratan de romper el grupo y dividirlo en otros más pequeños siempre hay pegamentos. La ciudadanía apareció en la polis griega (especialmente en las democráticas), pero estaba basada en una serie de requisitos: ser hijo de habitantes naturales de esa misma ciudad, ser hombre y no ser un esclavo. Esto dejaba fuera de la vida política a la mayoría de la población real. Pero fue una revolución en sí misma: un habitante se definía no por su servidumbre a una persona o grupo tribal, por sus características físicas o su patrimonio. Además, participaba en el gobierno. El Estado también mutó: ya no era un ente eterno o heredado por lazos de servidumbre o identidad religiosa, sino por un marco legal concreto que establecía quién era quién, qué podía hacer y qué no. También permitía ser parte de la comunidad política: no sólo reconocía al individuo, sino que le encajaba en el todo social para que la comunidad fuera operativa. Ser ciudadano no sólo eran derechos, también deberes.
Este modelo fue luego mejorado por Roma, que en distintas fases (del elitismo civil de la República a la expansión ciudadana del Imperio) creó la base de lo que hoy es un ciudadano: individuo con derechos reconocidos, ciertos deberes para con la sociedad y el Estado y cuyo reconocimiento como tal no está sujeto a su origen étnico o filiación religiosa. Una concepción abierta en la que, en la fase final del mundo romano, pudieron entrar desde los romanos e itálicos originales a los hijos de la expansión imperial (egipcios, sirios, griegos, celtas, libios, mauritanos, germanos, hebreos, africanos…). Ese mismo concepto (identidad abierta, múltiple, que suma capas en lugar de “purificarlas” en busca de una identidad monolítica prístina) es el actual. Al menos en teoría. Si dejamos fuera el componente más antiespañol o directamente anarquista, que por mucho ruido que haga no deja de ser minoritario, podemos concluir entre la broma y la sinceridad, tres formas básicas de ser ciudadano español. Y una cuarta naciente.
El ciudadano kantiano. Básicamente es un ilustrado, que a día de hoy supone formar parte de una ultraminoría tan brumosa como difícil de encontrar. Son cuatro gatos y su condición intelectual está sujeta a todo tipo de desprecios del resto de la sociedad, que los ve como bichos raros que hablan siempre en abstracto en una época en la que todo lo que no sea material, inmediato y a gusto con nuestras ideas es automáticamente apartado o cancelado. El ciudadano kantiano (por Kant, autor de ‘La paz perpetua’, que desarrolla esa concepción civil) se caracteriza por una filiación racional al imperio de la ley, bajo el cual se reconoce como ciudadano de un país en concreto porque su constitución y su ordenamiento jurídico y legislación le otorga derechos civiles amplios y crea un marco social en el que puede vivir libremente. Su “patria” no es otra que el marco legal que le otorga tal condición civil, esto es, “no hay más patria que las leyes que me permiten ser libre”. Todo lo demás es circunstancial. Si conocen alguno, no le peguen, denle un abrazo y díganles que quizás, algún día, más allá del arcoíris, habrá un mundo mejor, más racional y justo.
El ciudadano tribal. Muy numeroso (tanto en su versión españolista como en la antiespañola), se identifica más con el relato nacional de la tribu, el pueblo y la nación que en el marco legal; sus derechos son circunstanciales, porque por encima de su propia libertad y la constitución está su pertenencia a una construcción nacional, sea la que sea. La bandera, el himno, el idioma hablado, el aspecto étnico o religioso son más importantes que el marco jurídico que les confiere derechos y libertades. Esto no implica que estén dispuestos a renunciar a esos derechos (de hecho reaccionan negativamente si se tocan), pero en su escala de creencias y valores el abstracto nacional tiene prevalencia sobre todo lo demás. De esta forma se generan ciudadanos dispuestos a hacer sacrificios propios (pero sobre todo ajenos) con tal de defender esos iconos de su identidad. Conciben la ciudadanía como un hecho cerrado a “los de aquí”, y suelen conjugar expansivamente la primera persona del plural “nosotros” mucho más que la primera del singular “yo”; también suelen prodigarse en la tercera del plural, ese “ellos” que se convierte en el tótem negativo que lo justifica casi todo.
El ciudadano utilitarista. Tan universal como típicamente español: forjado en el hartazgo nacional y en la esterilidad administrativa del Estado, se adhiere a determinada ciudadanía por interés. Mientras goce de determinados derechos y condiciones jurídicas le interesa formar parte de esa nación, pero si mañana encontrara algo mejor no dudaría ni un segundo en aplicar el utilitarismo, rechazar la nacionalidad y la ciudadanías de A para abrazar con igual pasión instrumental B. Concluye este tipo de ciudadano (cada vez más numeroso, porque las banderas no se comen y el racionalismo ilustrado requiere cierta inversión de esfuerzo y tesón) que ha nacido en España como podía haber parido su madre en Vietnam, Australia, Noruega o el desierto de Libia, por lo que la filiación tribal es azarosa y aleatoria. No es real. Es una cuestión circunstancial, y por tanto no merece más lealtad que la interesada. Surgen tanto por cálculo individualista como por un sincero agotamiento ante lo que ellos ven como “mediocre inutilidad” del país en el que viven. No suelen votar (salvo que la amenaza a esa ciudadanía sea seria), apenas se relacionan más allá de su círculo doméstico o laboral y creen firmemente en el “vive y deja vivir”.
Aquí es donde aparece el cuarto modelo, minoritario (por ahora) como el kantiano y hastiado como el utilitarista. Es el ciudadano soñador: forjado en el hartazgo nacional y la firma conciencia de que el estado-nación en cuestión (sirve para cualquier otra sociedad quejumbrosa del planeta, y las hay a decenas) es un chiste ambulante sin mucho futuro (y si lo tiene, no le gusta). Este nuevo tipo aspira a poseer, algún día, la ciudadanía europea plena y ser parte de una Confederación continental (en realidad le da igual la forma mientras sea democrática) con una ciudadanía renovada, jurídicamente a prueba de bomba y a ser posible gobernada por gente más sensata, educada y eficiente que la que ha conocido. Es sobre todo un individuo escapista, horrorizado por la mezquindad del pasado, la incompetencia del presente y al que sólo le queda echar a correr. Son muy pocos y suelen confundirse con los kantianos (aspiración a una entidad estatal racionalista que gestione desde el pragmatismo y la sensatez, más allá de las herencias-lastre) y con los utilitaristas (fantasear con una identidad Europa superior no deja de ser cambiar un santo por otro, sólo que éste es nuevo y aún no arrastra cadáveres). Probablemente haya alguno/a cerca de usted, pero suelen ocultarse. Y cuando lo expresan lo hacen entre carcajadas, porque en España la mejor manera de decir lo prohibido es con una risa y la coletilla “era broma”.