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Tres tipos de ciudadanía (y la cuarta en proceso)

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La palabra “país” es bastante inerte, ya que evita decir “nación”, “patria”, “estado”, “reino” o “república”, que están cargadas de ideología y herencias pesadas como bolas de acero en los pies. Pero hay otra aún más abierta, “ciudadanía”, que, irónicamente, es la más importante de todas ya que nos define jurídica y legalmente frente al Estado. Todo lo demás (“español”, “católico”, “vasco”, “catalán”, “ateo”, etc) es subjetivo, volátil y sin consideración real. Y para los españoles aún más: no hay muchas sociedades humanas con tal grado de disgusto consigo misma ni más ganas de fustigarse, pero en la condición civil encontramos refugio. Fruto de ese continuo desasosiego de país se han generado tres formas peculiares de ser ciudadano en este rincón del mundo (el kantiano, el tribal, el utilitarista), más una cuarta que aunque parezca ilusoria promete tener futuro.

¡Ciao Britannia!

Boris ha ganado. Arrollando. Todo listo para el divorcio de la vieja Britannia romana del continente. Tiene mayoría para sacar adelante el Brexit sí o sí, duro o blando, abrupto o negociado. Esto se ha hecho tan largo que ya casi es deseable la marcha de un socio que nunca fue leal, que parecía disfrutar como lastre para la integración europea. Gran Bretaña (aunque aquí habría que decir Inglaterra, como ha quedado demostrado varias veces por la resistencia de Escocia, Gales e Irlanda del Norte a salir de la UE) ya tiene vía libre para marcharse y encontrar su camino bajo las estrellas, sea cual sea, aunque muy probablemente (demasiado) cerca de las 50 estrellas de su antigua colonia. Y Europa, por fin, podrá despejar el horizonte para mejorar.

La elegante caída de la hoja de otoño

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Europa no tiene buena memoria. Será porque es vieja y su población envejece a gran ritmo mientras es incapaz de refrescar su base de población. No hay ideología, tradición, mito nacional, étnico o cultural que resista la inevitabilidad de la mecánica universal, la física o la demográfica. Cada vez hay más ancianos, más jubilados que no trabajan, y éstos, por definición no son ni arriesgados, ni reformadores, ni intrépidos ni emprendedores. Algunos sí, pero son un puñado original que no suma. Sin políticas familiares reales que ayuden a refrescar la población, en guerra con la emigración porque nos ensucia el paraíso virtual de nuestros estados-nación seculares (y que es imprescindible económicamente), enterrados en vida en el terruño, Europa no espabila. No se trata de política, sino de demografía y cambio.

Aquella gris mañana de junio

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Por cada pesimista hay un optimista, y por cada uno de estos ciegos y sordos hay un sensato realista (que no piensa en lo peor ni en lo mejor que puede suceder, sino que busca soluciones) sepultado por el miedo o la esperanza banal de los otros. Sensatez, la mayor de las virtudes, la gran olvidada. La que le falta a Europa partida en dos, a España también; dos bandos, los que luchan por salvar una civilización que no espabila y los que se repliegan sobre la tribu y añoran a los machos alfa que simplifican un universo complejo. Qué bueno es no tener que pensar, que ya se encargan otros de conducir al rebaño.

Así se rompe una sociedad plural

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Es bueno que los demás se equivoquen. Es mucho mejor que asistamos en directo a sus errores. La simple observación, cierto grado de empatía con el que comete el fallo y una reflexión práctica te enseña a no tropezar en la misma piedra. Al menos esa es la teoría, pero los humanos siempre cometen errores similares. Y son una masa que se mueve por dinámicas aleatorias y emotivas, no por racionalismo. Dos ejemplos: EEUU y Gran Bretaña, dos crisoles culturales que han decidido tirar por la borda un modelo. Veremos lo que no hay que hacer, lo que puede destruir una sociedad plural y enriquecida, el acto de quemar las naves sin heroísmo alguno. Porque han elegido el camino más fácil y reduccionista, y lo más probable es que no funcione.

Julio Verne se equivocó (y lo sabía)

Julio Verne se equivocó. Los positivistas se equivocaron. Los filósofos de lo material del siglo XIX se equivocaron. Prometieron, cada uno a su manera, que el progreso material y tecnológico conllevaría el necesario progreso moral del ser humano. Acertaron en parte, pero no en el todo. Incluso él, en la etapa final de su vida, giró hacia una visión más sombría del progreso. Las amenazas a la democracia y el comportamiento xenófobo de muchas sociedades son una demostración de que el tribalismo primitivo persiste aunque se envuelva con diseño y tecnología.

El año gris

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Termina un año malo para una cuarta parte del mundo. En líneas generales, para la mitad del orbe ha sido bueno: se han reducido las diferencias económicas y hay menos pobres. Para una cuarta parte todo sigue igual: son tan pobres como en 2015, y muchos incluso han perdido país, derechos y vidas. Pero para la otra cuarta parte ha sido nefasto, es decir, para todos nosotros, los occidentales. Un año triste, gris, mediocre, en el que por primera vez en mucho tiempo no tocamos fondo en la cómoda piscina de suave decadencia que habíamos heredado de 1989.

El siglo de los clavos ardientes

A perro flaco, todo son pulgas. No son buenos tiempos para que las ideas prosperen, con la gente dejándose acunar lentamente por el miedo, agarrados todos al altar, la nación, la patria, la ideología o cualquier clavo ardiendo que les libere de ese pánico nacido en el bolsillo y que se ha expandido a todos los niveles. El miedo es libre, galopa sin control y convierte Europa en un edificio agrietado por donde aparecen los huesos de los abuelos.