Lo tiene todo para parecer un imbécil de nivel, pero al mismo tiempo es el resumen de todo lo malo que puede ser un occidental, la suma de todos los miedos, paranoias, prejuicios, complejos y defectos de la sociedad occidental independientemente de que seas norteamericano, alemán, británico, ruso, francés o español. Porque aquí también hay muchos Donald Trump, pero no tienen ese pelo absurdo ni esa piel de mutante escapado de un laboratorio. Ni son tan astutos como él.
Donald Trump, Donald a partir de ahora, es como uno de esos dibujos que hay en los antiguos bestiarios: un ejemplo vivo que resume una categorías. Todo lo malo posible en un occidental. Bueno, en realidad no todo: le falta ponerse un capuchón y ser miembro del KKK, o bien parecerse al personaje de la serie ‘Aída’, Mauricio Colmenero. Porque será un cliché exacerbado, sí, pero en España hay miles, cientos de miles, quizás millones de Mauricio Colmenero a los que no vemos a diario pero que están ahí. Y no, no son útiles para la sociedad más allá de que pagan impuestos (los que lo hacen). Ellos son los que sostienen gobiernos absurdos que ponen impuestos al Sol, por poner un ejemplo de lo avariciosos e idiotas que pueden llegar a ser. Donald es el Mauricio Colmenero de EEUU: tiene más poder, más dinero y más astucia, pero poco más. Porque lo primero que debéis saber de Donald es que es todo menos tonto. En realidad es un tipo muy listo que ha conseguido poner de rodillas al Partido Republicano y a los medios de comunicación del país que inventó la comunicación de masas moderna.
Donald es conservador al estilo americano: no cree en el Estado, piensa que todos los políticos que lo sean por oficio o profesión son mentirosos corruptos, considera que la única vara de medir es la voluntad propia (grave error, porque no hay nada más engañoso que pensar que cada individuo en libertad total y sin contrapesos del resto de libertades individuales toma buenas decisiones siempre), considera que cualquier cosa que contradiga su visión está mal, es mentira o antiamericano (como el cambio climático), tiene un considerable grado de paranoia psicológica y se mueve más por impulsos de intuición y razones prácticas económicas que por una ideología auténtica. Y luego, por supuesto, está la hipocresía: defiende la familia pero tiene hijos de tres mujeres diferentes a las que ha corneado (en la acepción ibérica de adulterio) sistemáticamente. Se ha metido en campaña de primarias para ser candidato del Partido Republicano y a la colección ya conocida de trucos, trampas y utilitarismo político ha añadido varias dimensiones más: misoginia, racismo y unas dosis de populismo instrumental dignas de estudio. Y, sorpresa (o no tanta), los sondeos le ponen a la cabeza de entre los 16 candidatos conservadores.
El sistema de primarias en EEUU es una maratón larga como un día sin pan que arrancó en mayo-junio y que durará hasta la primavera que viene. En febrero se harán las primeras votaciones en Iowa y New Hampshire, dos estados que son varas de medir clave para saber hasta dónde llegará Donald con sus coctelera de promesas sin programa, insultos a mexicanos, mujeres, científicos, demócratas, a Obama y su esposa, o lo que se le ocurra. Porque Donald tiene un plan: como tiene el dinero por castigo, que dirían los castizos (en torno a los 2.800 millones de dólares en patrimonio), puede gastar en una campaña personal que intentará llevarle lo más lejos posible. Lo intentó en el pasado, pero le veían como un payaso y el resto del partido y de candidatos le ningunearon. Así que optó por el plan B: decir todo lo que piensan los candidatos pero no se atreven a expresar en público y calentar con sus payasadas al electorado más conservador, a sabiendas de que cuando tenga que dar el salto hacia los moderados que dan el poder con su voto poco podrá hacer. La única duda es saber si realmente hay un plan C en la mente de Donald si es elegido candidato.
El método Donald consiste en romper las barreras de lo políticamente correcto y sacudir con la fusta a todo lo que se mueva: le da igual que sean inmigrantes y residentes mexicanos (a los que acusó de narcos y violadores crónicos), mujeres (la última es de órdago: reprendió en un debate a una famosa presentadora de Fox News porque tenía la regla), héroes de guerra como McCain (años preso en Vietnam recibiendo palizas y torturas diarias) a los que considera perdedores, China, Europa, los demócratas o los Obama. Y le importan muy poco las represalias: ha perdido millones de dólares por la cascada de cancelaciones de programas de TV y proyectos inmobiliarios por su racismo deslenguado. Le da igual: presume de rico y sabe que eso son costes controlables comparado con la enorme atención mediática, poder mediático y popular que ha ganado en estos meses. Su plan es exprimir al máximo su circo personal y amagar con presentarse en solitario si el Partido Republicano le margina. Resultado: ha nacido una estrella, políticamente detestable pero una estrella.
Donald no es nuevo en esto de los medios. Ha sido presentador de reality shows, ha hecho cameos en series de TV y desde hace una década es un personaje fijo en las sátiras del Saturday Night Live. En EEUU todavía recuerdan los diez minutos non stop de bromas y puyazos del cómico y guionista Seth Meyers durante una cena de corresponsales en Washington: menos bonito le llamó de todo, con él presente en la sala. La tolerancia en EEUU al humor es proverbial y envidiable: de ser español se habría levantado para intentar partirle la cara y el circo habría sido lamentable. Donald sabe que haga lo que haga la poderosa comunidad de cómicos de EEUU (que mueve miles de millones al año en shows y programas de TV) lo va a crucificar sí o sí, así que, una vez más, le importa poco. Es más, le favorece: cuantos más le insulten más atención tendrá sobre sí y más racistas, ultras y paranoicos sin educación de su país se pasarán a su lado. No le importa que sus votantes potenciales sean gente con la que él no se juntaría ni loco: vive en el corazón de Manhattan, rodeado de lujo sin freno, sólo come o bebe en determinados lugares y su existencia es una sucesión de momentos elitistas que suele exhibir en un país donde el 17% de la población es pobre crónica y otro 20% roza el punto de no retorno económico.
Así que Donald no es tonto, sabe lo que hace (desde un punto de vista práctico), está enloquecido por su visión y forma de vida, y de momento la jugada le funciona. El problema, su problema, está cuando sale del circuito cerrado de los conservadores de EEUU: se ha convertido en una caricatura para el resto de votantes y todos los sondeos pronostican que es el peor candidato posible frente a Hillary Clinton. En el Partido Demócrata apenas pueden ocultar su alegría de ver a Donald subir en las encuestas. Una cosa es que seas tan populista que arrastres masas, pero ni EEUU es la Alemania de los años 30 ni la Rusia de principios de siglo XXI con Putin. Cada grupo y momento tiene sus tácticas. Si consigue pasar el corte probablemente empezará a moderarse o a buscar un programa político concreto más allá de los insultos y los guiños demagógicos. Pero entonces Donald tendrá que jugar a otra cosa, y ahí ya no tendrá muchas bazas: frente a él estarán los cerca de 45 millones de latinos a los que ha insultado, decenas de millones de mujeres más que ni locas van a votar a un machista que se ríe de ellas, y a millones más de votantes de todo tipo y condición que le ven como lo que es, un millonario sin moral y conservador que sólo busca su beneficio. Igual que cuando vemos cacarear en público a los próceres del Congreso de los Diputados o de la Moncloa. No hay mucha distancia entre el absurdo pelo anaranjado de Donald y la mata de pelo tintado de Rajoy. Sólo los millones y que el norteamericano es más espabilado.