Tanto el racismo como la xenofobia son dos fallos estructurales dentro de una especie que tiene en la colaboración y la asociación una de sus grandes bazas para sobrevivir. No sólo es aberrante sino que también es autodestructivo si tenemos en cuenta cómo es hoy nuestro mundo y cuál nuestro futuro.

El último ejemplo es Robert Downey Jr, un gran actor con un pasado muy turbulento de drogas y problemas con la policía que incluyó temporadas a la sombra. Reaccionó con un ataque xenófobo contra el mejicano González Iñárritu, quien a su vez había criticado las películas de superhéroes por ser un “genocidio cultural”. Downey Jr se defendió atacando, pero calibró mal: “Para una persona cuya lengua madre es el español es un milagro que pudiera decir genocidio cultural”. No se sabe si lo decía por la diferencia idiomática (lo más probable) o porque considera que todos los hispanohablantes (eso nos incluye a nosotros) son idiotas. Da igual. Resultado: México entero y muchos residentes latinos en EEUU han desatado una tormenta contra él en las redes y en muchas radios y televisiones. Y en EEUU meterse con el español tiene una factura muy cara: son ya, globalmente, casi el 30% de la población, y en algunas zonas como California (donde vive Robert), Texas, Florida o las grandes metrópolis son parte de la mayoría.

El racismo y la xenofobia son dos niveles diferentes del mismo problema: el odio al otro. La pertenencia a un grupo es algo instintivo en especies gregarias. Da igual que seas una oveja, un lobo, un mono o un ser humano: te organizas a partir de una identidad de grupo, y todo aquel que no sea de esa comunidad es “el otro”. Es el mismo mecanismo del nacionalismo: “Soy A porque no soy B”. Un razonamiento en negativo que sólo trae problemas. Se odia al que es diferente porque en nuestro subconsciente no es uno de los nuestros y todo lo que haga, incluso su presencia cerca de nosotros, es sospechoso a priori. Y también a posteriori, haga lo que haga. Se le tiene miedo al otro porque quita los recursos del grupo (ya sea comida, trabajo o incluso, en el colmo de lo rancio, las mujeres), porque ocupa el lugar de otros. No se ve lo positivo, siempre lo negativo. El Mediterráneo se ha llenado de cadáveres de gente que sólo quiere huir del infierno, y aquí los europeos o pasan de la tragedia o directamente llaman “cucarachas” a los emigrantes, como en una columna de The Sun.

El grado supremo de esa desconfianza atávica y de ese no razonamiento, una auténtica falacia ad hominem, es el racismo, donde se odia al otro hasta el grado máximo. Las excusas son tremendamente infantiles: el color de la piel, la forma de la cabeza, las dimensiones físicas e incluso el origen étnico son las varas de medir que nos separan unos de otros. Lo que podía tener sentido hace un millón de años (competencia por unos recursos escasos genera fricciones entre grupos de la misma especie) no lo tiene en el mundo tecnificado, colaborativo y de conocimiento de hoy. Ya no tiene ningún pase. ¿Qué más da que el otro sea chino, hindú, ruso, alemán, libio, sirio, nigeriano, mexicano, sueco, irlandés o brasileño? No importa. La Humanidad ha entrado en una nueva fase en la que o colabora o muere, y todo esto son restos de un pasado atávico sin sentido. Se llega incluso a niveles absurdos: los judíos eran considerados una raza inferior por el nazismo, hasta el punto de ser parcialmente exterminados. Los judíos llevaban siglos en Alemania, eran alemanes de los pies a la cabeza; incluso, siguiendo el propio mecanismo absurdo del racismo, eran tan blancos como los alemanes de entonces, pero eso no importaba. Sólo pesaba el odio, y se hicieron todo tipo de justificaciones ad hoc para excusar el Holocausto.

En el fondo el odio al otro es como el famoso razonamiento ilógico de los cretenses y la mentira: ese cretense me ha mentido, por lo tanto es un mentiroso, ya que quien cuenta una mentira una vez puede haberlo hecho antes y puede hacerlo en el futuro. Y si ese cretense es un mentiroso, bien podría ser que todos los cretenses fueran unos mentirosos. Por lo tanto, se afirma que todos los cretenses son unos mentirosos. Pues no, resulta que en Creta hay gente que no es mentirosa. Lo que acaban de leer es una de las más famosas falacias antiguas y modernas, la usa todo el mundo (más en España, donde no se enseña ni Lógica ni Retórica) y es uno de los mecanismos para extender la fobia sobre cualquier persona de un grupo determinado. Ejemplo: si un musulmán pone una bomba, todos los musulmanes son susceptibles de ponerla. Ergo todos son terroristas. Si extiende usted esa falacia a todos los negros, sudamericanos, asiáticos, homosexuales o gente que no es como usted, tendrá una de las claves de cómo funciona el mundo.

Hay muchos ejemplos y a muchos niveles, no siempre se odia al de abajo, también al de arriba, como en el caso de la germanofobia, el odio a ese otro que me domina. En una España depauperada y sometida a intereses subjetivos ya es habitual encontrar a gente que incluso se dice de izquierdas repetir eso de “odio a los alemanes, son un pueblo mezquino, siguen siendo unos nazis”. Ni Alemania es el Tercer Reich ni Merkel es Hitler. Pero en el imaginario colectivo del grupo que se ve amenazado ese tipo de frases calan muy hondo. Otra más: si el gobierno de EEUU ha cometido errores en su política exterior, financiando golpes de Estado o dictaduras es porque todos sus ciudadanos lo permiten (falso, se hacía de espaldas a la opinión pública), y por lo tanto todos los norteamericanos son unos miserables. Diferentes protagonistas, misma estupidez.

Además el odio al otro se extiende incluso dentro del grupo: se desprecia a los mendigos por serlo (como Esperanza Aguirre), como si fuera algo voluntario; se odia al homosexual (como muchos obispos y sacerdotes, lo cual no deja de ser irónico), al inteligente (porque da mucho miedo), al idiota (porque nos hace sentir superiores), al gordo, al que tiene algún rasgo físico desmedido por estúpido y circunstancial que este sea, al que ha caído en las drogas, incluso a las mujeres en el colmo de la idiotez y la autodestrucción (son la mayoría, más del 50%). Es una cadena de miserias morales que se anuda en los cuellos de la sociedad para estrangularla. Nunca ha tenido sentido, sigue sin tenerlo y jamás lo tendrá.